miércoles, 11 de febrero de 2009

El peso de madurar

Siempre me ha costado trabajo crecer. “Evidentemente”, dirán algunos con saña, apuntando a mi reducida estatura. Pero no me refiero sólo al hecho de que, por más jarabe de hígado de bacalao que me enjaretaron desde chica, apenas rasco el metro y medio. Me refiero a una fijación a mi infancia que me aqueja desde tiempos remotos. Racionalmente no encuentro motivos: en mi casa soy la más grande y, aunque tuve una niñez cuasi perfecta, lo mismo puedo decir de mi adolescencia y juventud. Entonces no es temor a lo que venga. Es, simplemente, que disfruto estar en donde estoy. Esto se ha traducido en una tendencia a alargar cada etapa de mi vida hasta que sea, si no imposible, por lo menos altamente vergonzoso.

Cuidé a mis muñecas hasta los 14 años. Durante mucho tiempo logré imponer mi voluntad, por ser la grande, y a la pobre de mi hermana no le quedaba otra opción que jugar conmigo. Hasta que un día, harta de mí y mis ridiculeces, agarró a sus nenucos de los pelos, los sacudió por los aires y me dijo que había llegado un tornado y se había llevado a todos sus hijos. Desde ahí no volvió a jugar conmigo, y me quedé sola en mi obsesión.

Pero ni eso me detuvo. Me despertaba diario una hora antes que los demás para vestir a mis 21 muñecos y darles de desayunar. Luego me dio por llevármelos a la escuela hasta que, claro, me convertí en el hazmerreír del salón. No los culpo: mis amigos querían hacer cosas de grandes y yo me sentaba a jugar semana inglesa con mi Cabbage Patch en las piernas. Ahora que la revivo me doy cuenta de que esa escena explica tantas cosas en mi vida…

El otro día en la sobremesa, con amigos presentes, me estaba burlando de que mi mamá cuando juega nintendo parece que está manejando un carrito chocón, porque se revuelca con la misma intensidad. Pero me salió mal el chiste porque, en venganza, ella aprovechó para contar ante todos los invitados la historia de cuando dejé de creer en Santa Claus. Tenía 13 años y hasta entonces no había poder humano que me hiciera dudar de la magia de San Nicolás. En mi mente existía todo un razonamiento lógico que no dejaba espacio para la menor duda al respecto. Para cuando entré a secundaria mi fe ciega dejó de ser tierna para convertirse en ridícula. Fue por ahí que, en un ataque inesperado de realismo, dejé de creer. Fue tan doloroso que lo tengo bloqueado y hasta la fecha no recuerdo el momento exacto en el que mi convicción se derrumbó.

Si la tristeza de una ilusión rota era enorme, aún faltaba lo peor: decirle a mi mamá. ¿Cómo podría revelarle que su hija mayorcita ya no era más una criatura inocente? Durante semanas pensé en las palabras adecuadas y, llegado el momento, hecha un mar de lágrimas, le confesé: “Mamá, es que ya no creo en Santa Claus”. Ella, como buena madre, me abrazó, no sé si para consolarme o para que no me diera cuenta de que se reía de mi tardía revelación. “Pero no te preocupes”, le dije aún llorando, “te puedo ayudar a ponerle los regalos a mis hermanitos”. “Marce”, me contestó ella con tono dulce y comprensivo, “tus hermanitos llevan dos años poniéndote los regalos a ti”. Bam.

jueves, 5 de febrero de 2009

La profecía

Favor de leer el siguiente fragmento con acento de traducción de programa gringo al español, estilo Rescate 911.

Era una noche de invierno, lo recuerdo bien. Caminaba entre las aulas universitarias, ansiosa por regresar a casa tras una dura jornada estudiantil. El crudo frío de la velada rasguñaba mi piel, como advirtiéndome que algo espeluznante estaba por acontecer. Al llegar a la explanada comprendí que, como había dejado mal aparcado mi velocípedo, los oficiales lo habían encadenado. Al no encontrar a nadie que pudiera abrir el candado me dirigí a una cabina telefónica para llamar a seguridad.

Voz masculina de oficial de la central de policías: “La llamada de la señorita fue recibida a las 9:23 pm. Se le informó que se enviaría un elemento para que le hiciera entrega del vehículo.”

Mientras esperaba, noté que una sombra se aproximaba. “¿Amarraron tu velocípedo?,” me preguntó un mozo bien parecido, “Te acompaño a esperar.” Me pareció peculiar su comportamiento, y para romper el hielo pregunté si había probado los emparedados de maní. Por momentos sentí que al chico no le apetecía responder a mis preguntas. Lo noté, sobre todo, porque no las respondía. Súbitamente se aproximó, mirando alrededor para asegurarse de que no hubiera espías, y susurró: “¿Te gustan las profecías?” Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras un sentimiento de alarma inundaba mis entrañas. “Te platicaré una. En cinco años, vendrá un águila a devorarse una serpiente.”

Algo en su relato me sonó familiar. Espera un segundo, pensé para mis adentros, ¿no es esa la historia de Tenochtitlán? “Me temo que eso ya ocurrió,” dije al susodicho, “basta observar cuidadosamente la bandera nacional.” Encolerizado, respondió que esta águila será un billón de veces más grande que yo (ni que fuera tanto). “Escucha, lo lamento pero todo esto me parece inverosímil,” admití. Fue entonces que el chico comenzó a emitir gruñidos peculiares, y me explicó que era el dialecto de los marcianos, quienes habían profetizado la llegada del águila.
“Diablos, este chico parece perturbado”, pensé volteando nerviosamente, sólo para comprobar con angustia que nos encontrábamos solos. El chaval me sugirió que fuéramos a un lugar donde hubiera más calor. Para entonces, yo había tomado varios pasos de distancia y buscaba en el césped cualquier objeto punzocortante que pudiera usar si la conducta de aquel fenómeno así lo requería.

Al fin, llegó a la escena un vigilante. ¡Oh Dios, qué alivio he sentido al verle! El salvaguarda desató mi velocípedo y yo pude alejarme, pedaleando a velocidad. Desde la distancia, volteé sobre mi hombro y alcancé a distinguir, a lo lejos, la silueta del joven que aleteaba en círculos, como queriendo imitar el movimiento de una feroz águila en busca de su presa.

Me considero afortunada de haber salido con bien de esta situación. Ahora paseo por las praderas de la UDLA, alegre pero cuidadosa de toparme con el águila devoradora, o con el chico misterioso que profetiza su llegada.

(Y ya, fuera de broma, lo anterior es una historia deadeveras, por esta que me pasó enterita.)