lunes, 30 de marzo de 2009

Adicción tercermundista

Hace un año estuve de intercambio en Estados Unidos. Una clara intención habitaba en mi mente: conseguir un gringo rico y poderoso para casarme con él. Estudié en una universidad grande, con millares de estadounidenses adinerados y pudientes para elegir. Pero más sin embargo opté por la tercera vía. De entre todos los gringos ricos y poderosos, para mis crushes del semestre resultaron ser un colombiano, un indio y un etíope. Oséase que te trabajo el gusto por los tercermundistas. Menos mal que soy mexicana.
Al analizar esta cuestión me pregunto, ¿Qué vi en aquellos ojitos de país en desarrollo? ¿Por qué abandoné mis aspiraciones de riqueza y poder, para perseguir estas almas latinas, asiáticas y africanas? Sucede que, como decía una amiga, mis políticas de ligue se basan en la discriminación positiva. Que pasa a ser equivalente a decir que, en cuestiones de flirteo, me gustan los piel-morena que carecen de seguro social.
Independientemente de mis debilidades personales, hay ciertas cosas que a una como mexicana le apetece encontrar en su galán en turno. Más que nada viene siendo lo que es la calidad, calidez y calentura que te trabaja el macho nacional. Tal vez sea mera costumbre, que se convirtió en adicción, pero mientras estuve fuera mi respuesta ante el “¿qué extrañas de México?” siempre fue “los hombres y las gorditas de chicharrón”.
A los gringos les sobra diplomacia y a una le hace falta un poco de incorrección política. Unas chispas de indecencia que lleven a las miradas ganosas o al “vengachepacamireina”. Cuesta aceptarlo después de tantas quejas que he emitido al respecto, pero qué vacías se sienten las calles sin los albures del maestro de obras. Porque entonces nos dejan sin nada por qué ofendernos. Muy finos y muy propios, les urge tantito desacato.
No lo tomen a mal, no quiero hombres maltratadores. Es sólo cuestión de ponerle sabor. El otro día leía en un texto del humorista Marco A. Almazán que los noviazgos a la mexicana se basan 95% en preguntas motivadas por los celos, como “¿Por qué me dices Pepe si sabes que me llamo Dagoberto?” Algo tiene de cierto, el drama en nuestras relaciones pasa a ser esencial. No sé si soy yo pero me gusta el conflicto, y a algunos primermundistas los siento envueltos en un aura de pasividad.
Antes de dejar una impresión errónea cabe aclarar que estoy generalizand. Desde luego hay ciudadanos de países desarrollados que si me coquetearan con sus pestañas güeras, fácilmente abandonaría las ansias autóctonas. Mi adicción por los Hombres del Sur también tiene sus límites. Estos quedaron claros cuando el etíope, que era médico, sugirió que si nos casábamos me llevaría a sus tierras y me entrenaría para ser su enfermera. O cuando un árabe propuso a mi amiga, en el más seductor de los tonos, “LLu merry me, I give llu camels”. Ahora sí que, como quien dice, comentarios matapasiones.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Elvira Duff

“¿Si fueras una caricatura, quién serías?” me preguntó un amigo ayer. Reflexionando, regresé al pasado cuando me decían Mafalda porque vivía angustiada por el mundo. Lisa Simpson, claro, ha sido otra constante. No vayan a pensar que por su ñoñez. Es más bien por mi piel amarilla. O porque mi hermano se porta mal.
En fin, ni Lisa ni Mafalda me convencen. No porque me caigan mal, pero siendo honesta soy más como Elvira Duff, la de los Tiny Toons que se dedica a perseguir animalitos. Los pobres huyen aterrados de su entusiasmo y sus arrebatos cariñosos que con frecuencia terminan en la muerte.
Así soy yo. Sufro de unas ansias incontenibles de cuidar, un instinto maternal adelantado, descontrolado, y mal desarrollado. Obsesionada con cualquier cosa que inspire ternura, dediqué gran parte de mi infancia a convencer a mis papás de que tuviéramos mascotas. Y fueron indulgentes. En distintos momentos te manejamos lo que son los peces, ratones, perros, tortugas, pollos, patos, pájaros, camaleones, conejos, y aproximadamente 20 gatos. También fundé un criadero de caracoles, -la adoración de mi mamá-, y un hospital para las lagartijas que encontraba heridas gracias al gato en turno.
Pero algo siempre me falla. El perro del vecino asesinó a dos pollitos. Infinidad de ratones, hámsters y pericos murieron de enfermedades intestinales. Varios pacientes del hospital sucumbían, aplastadas accidentalmente por mis torpes deditos cuando intentaba sanarlas con árnica. Y las fuerzas de la naturaleza se apoderaban con frecuencia de alguna de mis mascotas, llevándolos a cumplir su rol en la cadena alimenticia y devorarse al prójimo. El jardín se convirtió en cementerio para enterrar a los difuntos tras un cortejo fúnebre al que asistían mis muñecos vestidos de negro. Tantito sádico. Otros corrieron con suerte distinta y se perdieron (escaparon) irremediablemente.
No se debe a falta de entrega. Diosito santo sabe que hice todo por resguardarlos. Cuando me tocó criar a un joven conejito, abandonado por su mamá, lo cobijé bajo mi ropa por días y no lo dejé solo un segundo. Literalmente. Si no me creen pregúntenle al que era mi galán, que le tocó ir al cine con nosotros. Cuando le dije “no engordé, traigo un conejo en la panza”, pensó que era broma. Al darse cuenta de que en verdad traía al bicho, se ofuscó y luego ofreció comprarle algo para que comiera mientras veíamos la película. Pero el conejito murió a los pocos días.
A mis gatos tampoco les faltó cariño. Los traía abrigados con mamelucos, paseando en carriola y durmiendo en cunitas de plástico, los alimentaba con biberón y lavaba sus dientes. Los muy ingratos se escaparon, uno tras otro, hasta que mi mamá me prohibió ponerle pañal a las mascotas.
Sí, soy elviresca. Lo malo es que Elvira acosa también a sus compañeritos. Con esto no tengo problema, sólo que todos le huyen y ya no me gustó. Por eso mentí un poco y dije que sería Lisa. Digo, Milhouse y Rafa no son mis prototipos de hombre, pero de eso a que un zorrillo huya de mí…

martes, 3 de marzo de 2009

Gen Maligno

Estoy segura de que existe un gen que determina la perdedorez. Y estoy aún más segura de que el mío está altamente desarrollado. Desde chica tengo una innegable atracción hacia elementos poco refinados, como balonazos, tropiezos, o ganas inoportunas de ir al baño… Era la típica que le tiran el yogurt encima con un balón. O que en la fiesta de 15 (o de 22) se cae porque no sabe usar zapatos de tacón. O que en el viaje de generación de prepa le da un ataque de risa y se hace pipi en frente de todos. Típico, ¿no?... Not.

Desgraciadamente mis achaques de perdedora me persiguen. Y la UDLAP no sería la excepción, como quedó claro en mis primeros días, cuando le ayudé a Güendy a cambiarse de casa. Teníamos que transportar sus cosas al Cain y por codas no quisimos pagar lo que es el taxi. Parecíamos mecapaleras, arrastrando una cantidad absurda de maletas y bolsas de Gualmar por medio campus.

Apenas me entregó la bolsa con los huevos y me tropecé encima de ellos. Puntos menos para mí. Luego, como mi gen maligno lo determinaría, cruzamos justo a la hora del entrenamiento de los Aztecas. Ahí nos tienen, rojas rojas por el esfuerzo y sudando cual pubertos bigotudos, desplazándonos por el campo en una escena de lo menos seductora. Para colmo, que se nos desfunda la bolsa de plástico con los limones. Aterrada ante el prospecto de desperdiciar comida, aventé el resto del cargamento y me puse a recoger limones. La pobre de Güendy, temerosa de que alguien nos viera, me decía entre dientes “Ya déjalos, Marce, yo te compro otros”. Demasiado tarde: los aztecas, musculosos y atléticos, nos miraban y comentaban el evento entre risas maliciosas.

Siete semestres después las cosas han cambiado poco. El domingo descubrí un camión de Estrella Roja que llega directo a Cholula. Feliz, me trepé y pronto me quedé dormida. Cuando desperté vi con alarma que ya estábamos en el zócalo cholulteca. Agarré mis cosas, apuradísima, y me escurrí como pude por el pasillo, golpeando con la maleta a un pasajero y la gallina que llevaba en una jaula sobre las piernas.
Al bajar, le pregunté a un samaritano cómo llegar a la UDLAP. “Uy güerita, ya te bajastes mal”, me contestó, señalando un enorme letrero a sus espaldas que decía “ABARROTES HUEJOTZINGO”. Rápidamente regresé al camión que, por suerte, no se había ido. “¿Vas a Cholula?” me dijo el chofer. “Lles, lles”, contesté, deseando pasar por gringa y que eso explicara el suceso. Se me olvidó que momentos antes había gritado, en perfecto español, “¡Aguánteme que aquí me bajo!”

Mientras volvía a mi asiento, con el ego por los suelos, noté que el hombre y su gallina me miraban serios y sin parpadear. Pero no me engañan: en sus ojos reconocí la inevitable satisfacción de una venganza involuntaria. En realidad ya no me angustia. Con los años me he acostumbrado y ahora entiendo que eso de perder el estilo es mi pan de cada día. Ni modos, a algunos así nos tocó.

lunes, 2 de marzo de 2009

De antro

Lo mío lo mío, no son los antros. Me pasa al revés que a otros: en lugar de escaparme por la ventana para ir de fiesta, tengo que convencer a mis papás de que me inviten a ver una película en su cama el sábado en la noche. Los pobres insisten en que salga a hacer amigos porque creen que manejo problemas de socialización. Pero mis razones tengo.

Los antreros nunca me quieren dejar entrar a sus reinos porque creen que tengo menos de 18. Y como pierdo en promedio dos carteras al año, pocas veces tengo identificaciones que lo aclaren. Así ocurrió hace unos días cuando quise entrar al Unit para la fiesta de sociales. Como aquellos serían incapaces de romper la ley, el cadenero no me dejó pasar sin credencial.

Mientras esperaba a un amigo para que me acompañara a recogerla, entra en escena una tipita elegantísima, sosteniendo con voz penetrante que quería ingresar al establecimiento. Algo en su aspecto (quizá los gritos, los ojos o el aliento), llevaron al guardia a sospechar que se encontraba alcoholizada. Pudo ser también la falta de equilibrio que denotaba al balancearse de un lado a otro. Menos mal que estaba firmemente aferrada a la cadena porque si se hubiera caído sobre los demás asistentes, el aplastamiento habría sido letal. “Amiga, no puedes pasar al establecimiento si estás tomada”, le decían los meseros. La tipirrina estaba además furiosa porque sus amigas la habían dejado afuera (me pregunto por qué), y ofrecía al cadenero 200 pesos por buscarlas. “Dame el dinero y yo las busco”, dijo mi amigo, siempre de buen corazón. Pero ella lo ignoró y continuó sus alaridos indiscretos.

Persistente sí es la muchacha: fui y volví de casa con mi credencial y ella seguía peleando por su derecho legítimo de entrar. Finalmente, el mesero entendió que sería imposible ahuyentarla, así que resolvió dejarla entrar pero amenazada de que “a la primera escena, te saco”. La monita se emocionó tanto que extendió su mano hacia el joven y, ante la mirada incrédula de éste, le ofreció el meñique para cerrar el trato con una “Pinky Promise”(palabras textuales). De haber sabido que aquello bastaba, me habría ahorrado el viaje por mi licencia.

Una vez dentro distinguí a un grupo de oficinistas que, saliendo de la chamba, bien rebeldes se quitaron la corbata, y directito se fueron de reven a ligar. Mis miradas hostiles no los ahuyentaron y al rato se acercó uno para que le presentara a mis amigas “rete bonitas”. “Te las presento sólo si me enseñas tu CURP”, le propuse. Habría pensado que cualquiera entendería el sarcasmo implícito. Pero nada, que va sacando, de entre Nextel, celular y bíper, ¡su CURP y su RFC! Cuando me vio reírme quiso saber si yo tenía las mías. “No, señor, como todos en este lugar, a excepción de usted y sus veteranos acompañantes, tengo menos de 40, soy estudiante de universidad, y no estoy registrada ante Hacienda como contribuyente”. No se lo dije. En cambio, corrí hacia mis amigas a presumirles lo ganadora que soy por tener en mis manos la CURP de un burócrata y a ofrecerles si alguien quería bailar con él la Sopa de Caracol.

A la próxima me quedo con mis papás. Si les platico de los oficinistas raboverdes de seguro me invitan a ver películas y hasta me hacen un cachito en medio de los dos.