lunes, 2 de marzo de 2009

De antro

Lo mío lo mío, no son los antros. Me pasa al revés que a otros: en lugar de escaparme por la ventana para ir de fiesta, tengo que convencer a mis papás de que me inviten a ver una película en su cama el sábado en la noche. Los pobres insisten en que salga a hacer amigos porque creen que manejo problemas de socialización. Pero mis razones tengo.

Los antreros nunca me quieren dejar entrar a sus reinos porque creen que tengo menos de 18. Y como pierdo en promedio dos carteras al año, pocas veces tengo identificaciones que lo aclaren. Así ocurrió hace unos días cuando quise entrar al Unit para la fiesta de sociales. Como aquellos serían incapaces de romper la ley, el cadenero no me dejó pasar sin credencial.

Mientras esperaba a un amigo para que me acompañara a recogerla, entra en escena una tipita elegantísima, sosteniendo con voz penetrante que quería ingresar al establecimiento. Algo en su aspecto (quizá los gritos, los ojos o el aliento), llevaron al guardia a sospechar que se encontraba alcoholizada. Pudo ser también la falta de equilibrio que denotaba al balancearse de un lado a otro. Menos mal que estaba firmemente aferrada a la cadena porque si se hubiera caído sobre los demás asistentes, el aplastamiento habría sido letal. “Amiga, no puedes pasar al establecimiento si estás tomada”, le decían los meseros. La tipirrina estaba además furiosa porque sus amigas la habían dejado afuera (me pregunto por qué), y ofrecía al cadenero 200 pesos por buscarlas. “Dame el dinero y yo las busco”, dijo mi amigo, siempre de buen corazón. Pero ella lo ignoró y continuó sus alaridos indiscretos.

Persistente sí es la muchacha: fui y volví de casa con mi credencial y ella seguía peleando por su derecho legítimo de entrar. Finalmente, el mesero entendió que sería imposible ahuyentarla, así que resolvió dejarla entrar pero amenazada de que “a la primera escena, te saco”. La monita se emocionó tanto que extendió su mano hacia el joven y, ante la mirada incrédula de éste, le ofreció el meñique para cerrar el trato con una “Pinky Promise”(palabras textuales). De haber sabido que aquello bastaba, me habría ahorrado el viaje por mi licencia.

Una vez dentro distinguí a un grupo de oficinistas que, saliendo de la chamba, bien rebeldes se quitaron la corbata, y directito se fueron de reven a ligar. Mis miradas hostiles no los ahuyentaron y al rato se acercó uno para que le presentara a mis amigas “rete bonitas”. “Te las presento sólo si me enseñas tu CURP”, le propuse. Habría pensado que cualquiera entendería el sarcasmo implícito. Pero nada, que va sacando, de entre Nextel, celular y bíper, ¡su CURP y su RFC! Cuando me vio reírme quiso saber si yo tenía las mías. “No, señor, como todos en este lugar, a excepción de usted y sus veteranos acompañantes, tengo menos de 40, soy estudiante de universidad, y no estoy registrada ante Hacienda como contribuyente”. No se lo dije. En cambio, corrí hacia mis amigas a presumirles lo ganadora que soy por tener en mis manos la CURP de un burócrata y a ofrecerles si alguien quería bailar con él la Sopa de Caracol.

A la próxima me quedo con mis papás. Si les platico de los oficinistas raboverdes de seguro me invitan a ver películas y hasta me hacen un cachito en medio de los dos.

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