lunes, 19 de octubre de 2009

Institnos siniestros

Creo que me atacó el virus del último semestre. Ese que te da cuando de pronto te cae el veinte de que casi llegas al mundo de las responsabilidades, que está a punto de acabar tu etapa de rebeldía, y te das cuenta de que, en realidad, no has sido tan rebelde.
En primer semestre desarrollé una serie de juicios y prejuicios hacia los tipitos que se emocionaban por ya no vivir con sus papás, salían diario a la fiesta, llegaban a clases crudos (en el mejor de los casos), y la prioridad en sus vidas parecía ser el perreo de todas las noches. Decía que eran pubertos tardíos, porque según yo esas ansias de explorar la juventud te invaden como a los 13 años, no a los 20. Y heme aquí, uno que otro año más allá de los 20, y resulta que de pronto me dan ganas de ser como ellos.
Bueno, exageré. Pero quién sabe qué me pasa que ayer me descubrí a mí misma bailando reguetón. Y con testigos. Fueron sólo unos segundos, un par de tímidos movimientos, casuales y discretos, al ritmo de “pose pose pose”. Suficiente para que un amigo atravesara el lugar y se acercara a preguntarme si aquellos simpáticos pasitos habían sido fruto de su mentecilla embotada por el alcohol. Incluso suficiente para alertar a mis acompañantes, que luego luego sacaron la cámara para captar el momento. Por supuesto, cesé de inmediato al sentirme tan observada, y fingí estar teniendo una conversación filosófica con el recién llegado, quien sabiamente me dijo que dejara de intentar resistirme a aquellos sanos impulsos.
Quizá sean estos mismos instintos siniestros los que me han llevado las últimas semanas a explorar los horizontes de la vida en Cholula que, durante 9 semestres, he tenido relegados en el lado obscuro del corazón. Tal vez los pueda inculpar de mis apariciones de esta semana en lugares que antes jamás se me ocurriría visitar. Lo bueno es que tengo una amiguita que está igual que yo. El martes salimos juntas a pasear, y en nuestra desesperación por “vivir la juventud” terminamos metidas en el Unit, con una cerveza en mano y sin saber muy bien ni en dónde pararnos. Al rato nos topamos con un amigo y juramos mantener en secreto aquel encuentro en semejante lugar, por temor al daño que podría ocasionar en nuestros respectivos círculos sociales. Por eso no publicaré sus nombres suyos de ellos, no estamos en condiciones de estar perdiendo amigos así, de gratis.
La experiencia en este sitio fue casi surreal. Un hombre, chimuelo y de más de 35, al enterarse de que el fin de mis estudios está próximo, me ofreció llevarme a una “fiesta de las drogas” para despedirme de Cholula “como Dios manda”. Un tipito, al cual ayudé a levantarse cuando cayó de espaldas sobre un sillón, buscando su celular para anotar mi número sacó de su bolsa un limón y un sacapuntas (¿eso qué?).
Después les platicaré el resto de la noche. Por lo pronto, voy a dar una vuelta por Camino Real, a ver qué maravillosos destinos me seducen el día de hoy.

1 comentario:

Jo dijo...

Me pasa lo mismo. De repente me encuentro a mi misma paseando por los lugares más recónditos y horribles de Tilburg con ansias de vivir al máximo la vida ciclista, de la cual solamente me restan unos meses...

Otro síntoma de la necesidad de exprimir el momento se refleja en la cena que planeamos Saskia y yo, a la cual estarán invitadas las primeras 7 personas que aleatoriamente se nos crucen en el camino mientras paseamos por el interesante centro de Tilburg.
Este es el grado de desesperación por convivir con los "tilburgenses" y aprender las costumbritas de los Dutchs...