viernes, 23 de octubre de 2009

Noche de espantos

Le pueden llamar ángel, destino, suerte o consecuencia. No sé si la fuente sea divina, cósmica, aleatoria o individual, pero te manejo lo que es la buena fortuna. Incluso en los eventos desafortunados, ocurre algún suceso providencial, la cuestión se soluciona y yo salgo intacta.

El jueves viajé al DF para ir a una fiesta. Para variar, durante el trayecto se me vino a terminar la batería del celular, y no tenía el número de la casa en donde el jolgorio tendría lugar. Por supuesto que no me iba a angustiar por esas nimiedades, al fin que era una calle chica y estaba fácil dejarme guiar por la música…

Corte a: media hora después, mochila al hombro y celular apagado en manos, deambulando por una calle de mala muerte, pegando mis oídos a las puertas a ver si detrás de alguna descubría indicios de la celebración. Cuando ya las luces del taxi se habían perdido en el horizonte, y nada quedaba para iluminar el desolador panorama, me di cuenta de que mi plan era de lo menos sensato. ¿Pero ya qué me quedaba? La única opción era cargar mi celular en alguna casa pero si tocaba un timbre, y decían “quién”, ¿qué iba a contestar? Si narraba toda mi anécdota nadie me iba a dejar pasar. Evento desafortunado.

En eso, señal providencial, me topé con una puerta abierta y salió un muchachito a preguntar qué se me ofrecía. Le expliqué mi situación y pedí que pusiera a cargar mi teléfono. Se llevó mis artefactos, y unos minutos despúes volvió y me dijo “dice mi mamá que pases”. Con mi nulo instinto de supervivencia, entré al cuarto más extraño que he visto: atascado de objetos que hasta hoy no sé qué eran, y la pared cubierta de fotos, espadas y fragmentos de cuerpos de animales. “Siéntate”, me indicó. Lo obedecí, y durante eternos segundos nos quedamos así: él parado frente a mí, con los brazos cruzados, viéndome, y yo sentada, esquivando su mirada y tragando saliva endurecida. “Les gustan las fotos, ¿verdad?” atiné a decir con voz temblorosa. “Más bien los toros”, contestó.

El tipito me empezó a platicar de su familia de toreros, y me enseñó su colección de artículos periodistas que hablan de él. Ya tenía como tres. Jorge Rizo, se llama, es novato pero su familia tiene linaje en aquello de los toros. Cuando preguntó si me gustaban dije que no, pero evité confesar que en algún momento formé parte de una campaña para abolirlos. (Un rápido cálculo de fuerzas y la imagen de las espadas colgadas de la pared me sugirieron que aquél no era el mejor lugar para iniciar una discusión política de esa naturaleza).

Finalmente, llamé a mi amigo. “Estoy perdida, en casa de un torero, ¿tú qué haces?” Resulta que me había dado mal la calle y se ofreció a ir por mí. Me despedí de Jorge Rizo, le agradecí por una de las noches más surrealistas de mi vida, y le prometí seguir su carrera por Internet.

Si mis papás se enteran de esto, desaprobarán fuertemente la imprudencia y dirán que una mujercita sola en esas zonas y a esas horas es provocación directa a la mala fe de los maleantes. Tienen razón. Mi ángel/ suerte/ destino/ consecuencia de la buena fortuna quedó comprobado una vez más, pero eso no es razón para estar tentando a los demonios. No lo vuelvo a hacer.

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