jueves, 5 de noviembre de 2009

El lado emo de mi

El día de muertos y Halloween nunca han estado entre mis festividades favoritas. Entre que no me gusta disfrazarme y me dan susto los muertos y sus derivados, lo único que celebro en estas fechas es que te vienen con abundancia de pan de muerto y dulces. Aunque casi siempre acabo disfrazada en alguna fiesta o admirando los altares que homenajea a cualquier difunto legendario, esto del culto a la muerte y los espantos no es algo que me emocione.

No sé en qué momento surgió este rechazo. De chica te trabajaba un lado obscuro que, ahora que lo recuerdo, está un poco de miedo. Era mi costumbre tener múltiples mascotas que por azares del destino (que nada tenían que ver con mi entrega, cuidados o cariño), morían a los pocos días de llegar a mi casa. Por esa y otras razones, con la muerte estuve en contacto una y otra vez. Y aunque estaba lejos de verla como un juego, sí formaba parte de mi mundo de fantasía. Yo creo que era un poco emo.

A cada hámster, pájaro o lagartija que se murió bajo mi cuidado, le organizaba un homenaje póstumo en el jardín de mi casa. La carroza fúnebre era el coche de mis Barbies decorado con un moño negro, y al cortejo asistían mis 21 muñecos vestidos de luto. Luego enterraba a la criatura, le decía mis palabras de despedida, y ponía sobre su tumba una flor y un pedazo de papel con su obituario. No conforme con el entierro y con haber convertido el jardín de mi mamá en un panteón, cada octubre montaba en mi casa de muñecas un altar de muertos dedicado a las mascotas que habían fallecido durante el año, y en lugar de mole y arroz, ponía zanahorias y semillas de girasol. Pero ese lado obscuro quedó en el pasado y ahora una de las cosas que más odio en el mundo es entrar en un panteón.

Halloween tampoco me gusta, pero me ha traído algunos buenos momentos. Hace dos años mi primito Rodaberto, entonces fans de estas fechas de espantos, quiso intensear y salió a pedir su calaverita disfrazado de momia: con el cuerpo vendado por completo. A los 20 minutos regresa a la casa con su disfraz todo derrengado y la cara igual de blanca que las vendas que ahora le colgaban como harapos. Resulta que a un perro de la vecindad le llamó la atención el rabito de una de las vendas que había quedado suelta, y decidió perseguir a Rodaberto. Otros perros se unieron al ataque, lanzando mordidas y arrancando fragmentos de tela, y el pobre de mi primo no tuvo más remedio que aventar sus dulces y echarse a correr hasta la casa.

El otro día estuve tratando convencer a Rodaberto de que se volviera a disfrazar de momia y me dejara acompañarlo con mi cámara. No quiso, pero el año que entra lo intento con su hermana. Yo creo que, aunque ya no soy emo, mi lado obscuro perdura y en estas fechas, como en Luna llena, me es inevitable dejarlo salir a la luz.

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