jueves, 18 de marzo de 2010

El vicio es el vicio

Hace rato que no escribo en este su blog: pensé que había quedado en el pasado. Pero últimamente han sucedido ciertos acontecimientos que me provocan las ganas de bloguear.

Un par de días atrás estuve en Cholula, en el convivio con una serie de poetas (y agregados), que además resultan en su mayoría ser blogueros. Según yo iba a ser una "noche bolañesca", e incluso había pedido explícitamente a Eric (el amigo bolañesco por excelencia) que se encargara de que así fuera. Al final no llegó a tanto, sólo un par de chelas, buenos poemas y unas mulitas campechanas en la 14 Oriente de Cholula. Pero entre una y otra cosa, alguno de los convivientes mencionó algo sobre este blog, y que me agarra la nostalgia.

El vicio es el vicio. Y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Actualmente soy tesista (ehem, desempleada), lo cual implica que ya hasta abrí mi Twitter. Así que volveré a escribir. Al menos en lo que acabo mi tesis y se terminan las excusas para no salir afuera. O sea, al mundo.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Árbol que crece torcido...

En mi entrada pasada prometí que daría consejos a Manolarga para acercarse a las mujeres. Estuve preguntando a las camaradas cómo les gusta que se lleve a cabo el cortejo inicial, y hace unos días pude compartir con el mundo la sabiduría que recolecté.

Me encontraba ejercitándome en el Complejo Deportivo Quetzalcóatl, ubicado en la 6 Oriente de San Andrés Cholula, mientras tenía lugar un torneo interestatal de futbol infantil. A orillas de la cancha estaban sentados 15 niños de unos diez años, con su entrenador. Cuando pasé por enfrente, escuché algunas expresiones lujuriosas provenientes de los niños y dirigidas a mi persona. Fingí no escucharlos y seguí corriendo sin voltear. En la siguiente vuelta, uno de ellos gritó “¡Ven, te vamos a presentar a nuestro entrenador!” La propuesta me dio risa, y sin mirarlos dije que no con la mano. Surgieron nuevos gritos “¿Por qué no? ¡Si está bien guapo!” “¡Es millonario, tiene cinco casas!”, “¡Habla inglés!” “¡Es soltero!” Con semejante currículum casi me doy la vuelta para conocer al susodicho, pero me aguanté las ganas y seguí trotando cual gacela.

De pronto me vi sumida en una profundísima reflexión. ¡Aquellas jóvenes criaturas podrían ser los Manolargas del futuro! Son las nuevas generaciones, que dentro de unos años deberán decidir si van por la vida palpando aleatoriamente a las mujeres que se les atraviesan… Tenía que hacer algo.

Cuando volví a pasar y escuché de nuevo los gritos, me detuve, volteé hacia donde estaban los niños y dije “A ver, vengan”. Por supuesto salieron corriendo, asustados, a esconderse atrás de los columpios, desde donde empezaron a echarme porras para disuadir mi enojo. “No quiero que canten. ¿No que muy valientes? ¿Ninguno va a venir?” Al fin se acercó uno. Al principio estaba aterrado “Yo no fui señora, fueron ellos”. Cuando le dije que no estaba enojada, empezamos a platicar y al rato se acercaron los demás. Me contaron de su equipo: venían de San Luis y acababan de ganar el partido.

Pregunté si tenían novia, y decepcionados contestaron que no. “Me imagino,” dije, “les voy a enseñar cómo ligarse a una niña”. Todos contentos se sentaron a mi alrededor. “La próxima vez que vean a una niña que les guste, no le van a gritar, no le van a chiflar, y no se la van a alburear”. “¿Y entonces?” dijo uno con cara de angustia. “Se acercan y dicen ‘Hola, ¿cómo te llamas?’ Ella va a contestar y tal vez se queda a platicar. A lo mejor se va, pero si le gritan, le chiflan o se la alburean, seguro se chivea y se aleja.” Después de una serie de preguntas y respuestas sobre la técnica de acercamiento, me dispuse a alejarme pensando que la sesión representaba un cambio generacional. Mi ingenuidad se derrumbó cuando Perenganito dijo “Pero señora, ¡fue el entrenador el que nos dijo que te gritáramos! Para ver si se van a tomar unas chelas y le enseñas Cholula”…

Ahora entiendo, Manolarga. Si de niño tu alma fue corrompida por un entrenador que te mandaba a alburearte a su prospecto de ligue, no podríamos esperar que fueras una persona normal. Perdóname por juzgarte como acosador enfermodelsexo. Lo eres, pero no por culpa tuya.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Manolarga

Escribo esta columna para un colega universitario, cuyo nombre desconozco pero de cuya existencia me enteré a través de unas compañeritas. Lo llamaremos “el manolarga”, porque su pasatiempo consiste en toquetear cuerpos femeninos sin autorización de sus titulares.

A decir de mis fuentes, este tipirrín te trabaja una coreografía bastante absurda, en la que finge tropezarse, estira la mano, y la posa coincidentemente en el pecho de la mujer más cercana. Luego pide disculpas sin retirar su sucia garrita del escote de la víctima. Una variante consiste en que el fulano llega por atrás, abraza a una mujer y coloca ambas pesuñas sobre el pecho. Cuando la damita voltea, él pretende estar apenado y pide perdón por haberla confundido con su novia (imaginaria). Digo imaginaria porque este monito seguramente no tiene novia. De ser así, no se vería en la necesidad de montar tan patético espectáculo para atenuar sus hormonas efervescentes.

Por eso, Manolarga, espero que estés leyendo esto. No para regañarte, sino porque me preocupa tu necesidad insatisfecha, que en un futuro se puede convertir en actos dañinos para el mundo. Existe la teoría de que todos los problemas del mundo tienen como fondo la frustración sexual, pues ésta provoca mayor agresividad en los hombres. ¿Y qué tal si es cierto, manolarga, y al rato te me conviertes en maleante, terrorista o soldado de los que violan ancianas en Zongolica? ¡No me lo podría perdonar!

Por esta razón te escribo. Dicen que tu lugar favorito es el gimnasio (aunque también te das tus vueltas por el centro social). Te fui a buscar para hablarte personalmente pero no coincidimos en horario, o a lo mejor no soy tu tipo, qué pena. Entonces te lo digo por aquí.

Fíjate, Manolarga, que hay ciertas cosas que nos distinguen de otros animalitos. Por ejemplo, la forma en que nos relacionamos. Hemos desarrollado una serie de ritos y formas de comunicación que utilizamos para interactuar. Cuando tú, sin ninguna interacción previa, posas tus manos sobre las partes del cuerpo ajeno consideradas privadas, estás rompiendo algunas de estas normas de convivencia, y la individua en cuestión se puede enfadar. Yo entiendo, las reglas atentan contra los instintos más básicos, incluso contra el proceso de estímulo-reacción. ¡Así de aguafiestas somos! Resulta que este tipo de cosas no se toman, se ganan, y tal vez lo más sano en este mundo represivo, mientras logramos cambiarlo, es que te atengas a algunas de las normas básicas.

Si canalizas tus apetitos animales hacia un acercamiento más sutil y consensuado, te aseguro que tienes mejores posibilidades de encontrar un poquito de apapacho, que es lo que te anda haciendo falta. Sé que suena difícil para alguien que está tan en contacto con sus instintos primarios, pero busca ayuda si es necesario. Si quieres la siguiente semana publicamos algunos consejos sobre cómo acercarte a las mujeres.

Por mientras, damitas, no se dejen agarrar desprevenidas. Y a las que sí se topen con el agarrador, sean firmes pero no agresivas. Como cuando a un perrito le estás tratando de enseñar a no morder y a dar la pata sólo cuando se la pides.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Agresión de género

A las señoritas frágiles y bienportaditas, nos cuesta trabajo entender la brutalidad con la que los hombres se tratan unos a otros. Esa crueldad que muestran al atacar a los demás, con el verbo o el puño, nos hace percibirlos como bestias salvajes e insensatas. Recuerdo que mi hermano llegaba de la escuela a contarnos a quién había golpeado y a quién había logrado hacer llorar. Se me llenaban los ojos de lágrimas de pensar que aquél que comparte mis genes fuese capaz de tales barbaridades.

Esta agresividad casi animal de los hombres no es un misterio. Algunos lo adjudican a los genes y el instinto, otros al “así aprendí de mi papá”. Sin importar la causa, generalmente se acepta la premisa y uno vive engañao, pensando que son ellos de los que hay que cuidarse. Pero la experiencia me ha enseñado que no, señores y señoras, en el ansia por herir al prójimo, las mujeres tampoco conocemos límites.

Esto lo aprendí, como la mayoría de las lecciones dolorosas, a temprana edad. Era yo una pre-puberta ingenua que desconocía los peligros de la agresión femenina. En esas épocas, tenía solamente una amiga, Melchorita, con quien pasaba todos los recreos. Nos sentábamos en el jardín a contar florecitas y buscar maripostitas; compartíamos un emparedado de maní y un zumo de naranja; y dábamos de comer a nuestras muñecas.

Un día decidimos cambiar la rutina e incursionar en el terreno pandillero. Así que fuimos a espiar a las otras niñas del salón, que tenían fama de ser medio malosas. Al ver que jugaban resorte (elástica, como dicen los yucatecos), quisimos integrarnos. “No”, dijo Socorrito, quien organizaba el juego, “ya somos muchas”. Hay que destacar que Socorrito me tenía un odio encarnizado desde que irrumpí en su vida, y aprovechaba toda ocasión para hacerlo evidente. El rechazo de la tipirrina nos ofendió y en un ataque de rebeldía le grité: “Pues, ¡tu resorte es de calzón de señor!” Error. El resorte sí parecía de calzón, de esos que tienen una rayita azul y una roja, marca Hanes. Aún así, expresar mi observación frente a toda la pandilla fue un grandísimo error. Socorrito volteó furiosa y en ese momento me di cuenta de que estaba en problemas. Me eché a correr torpemente, pero por supuesto que me alcanzaron a los pocos pasos y, como viles gángsters, me detuvieron entre cuatro contra la pared, mientras la otra me pegaba.

Las cicatrices del incidente quedaron marcadas en lo más profundo de mi alma, y la niña golpeadora se convirtió en protagonista de mis peores pesadillas. Dicen que hasta la fecha, entre sueños, me escuchan decir “¡Socorrito, Socorrito, no me pegues por favor!”

Años después, me topé con otra individua, Socorrito Universitaria- versión re-loaded-, cuyo odio hacia mi persona alcanzaba intensidades hasta antes desconocidas. Vaya susto me llevé cuando me enteré que estaba tomando clases de Krav Maga, definido en Wikipedia como “el sistema oficial de defensa del ejército israelí”. Oh my.

Pero no hay por qué angustiarnos, que por algo entreno kitbotsin y mis bíceps crecen día con día. Permítanme replantear lo anterior con más veracidad: por algo estudio Relaciones Internacionales- para encontrar soluciones diplomáticas a los conflictos.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El lado emo de mi

El día de muertos y Halloween nunca han estado entre mis festividades favoritas. Entre que no me gusta disfrazarme y me dan susto los muertos y sus derivados, lo único que celebro en estas fechas es que te vienen con abundancia de pan de muerto y dulces. Aunque casi siempre acabo disfrazada en alguna fiesta o admirando los altares que homenajea a cualquier difunto legendario, esto del culto a la muerte y los espantos no es algo que me emocione.

No sé en qué momento surgió este rechazo. De chica te trabajaba un lado obscuro que, ahora que lo recuerdo, está un poco de miedo. Era mi costumbre tener múltiples mascotas que por azares del destino (que nada tenían que ver con mi entrega, cuidados o cariño), morían a los pocos días de llegar a mi casa. Por esa y otras razones, con la muerte estuve en contacto una y otra vez. Y aunque estaba lejos de verla como un juego, sí formaba parte de mi mundo de fantasía. Yo creo que era un poco emo.

A cada hámster, pájaro o lagartija que se murió bajo mi cuidado, le organizaba un homenaje póstumo en el jardín de mi casa. La carroza fúnebre era el coche de mis Barbies decorado con un moño negro, y al cortejo asistían mis 21 muñecos vestidos de luto. Luego enterraba a la criatura, le decía mis palabras de despedida, y ponía sobre su tumba una flor y un pedazo de papel con su obituario. No conforme con el entierro y con haber convertido el jardín de mi mamá en un panteón, cada octubre montaba en mi casa de muñecas un altar de muertos dedicado a las mascotas que habían fallecido durante el año, y en lugar de mole y arroz, ponía zanahorias y semillas de girasol. Pero ese lado obscuro quedó en el pasado y ahora una de las cosas que más odio en el mundo es entrar en un panteón.

Halloween tampoco me gusta, pero me ha traído algunos buenos momentos. Hace dos años mi primito Rodaberto, entonces fans de estas fechas de espantos, quiso intensear y salió a pedir su calaverita disfrazado de momia: con el cuerpo vendado por completo. A los 20 minutos regresa a la casa con su disfraz todo derrengado y la cara igual de blanca que las vendas que ahora le colgaban como harapos. Resulta que a un perro de la vecindad le llamó la atención el rabito de una de las vendas que había quedado suelta, y decidió perseguir a Rodaberto. Otros perros se unieron al ataque, lanzando mordidas y arrancando fragmentos de tela, y el pobre de mi primo no tuvo más remedio que aventar sus dulces y echarse a correr hasta la casa.

El otro día estuve tratando convencer a Rodaberto de que se volviera a disfrazar de momia y me dejara acompañarlo con mi cámara. No quiso, pero el año que entra lo intento con su hermana. Yo creo que, aunque ya no soy emo, mi lado obscuro perdura y en estas fechas, como en Luna llena, me es inevitable dejarlo salir a la luz.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Toma chango tu banana


“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.”

Casi tres años después de nacer, la vida me ofreció un maravilloso regalo: un pequeño consanguíneo de nombre Jaime. Desde sus primeras etapas, me adjudiqué el rol de hermana mayor: dediqué mis años mozos a guiarlo por los caminos de la virtud. Para inculcarle respeto por la naturaleza, llevaba a mis gatos, perros y ratones a su cama para que le dieran los buenos. Para desarrollar su sensibilidad, lo ponía a jugar a las muñecas; él era el papá, la mascota o el profesor de karate. Le leí poemas, le hablé de la fraternidad del mundo, de las frágiles fronteras entre el bien y el mal… Ahora el retoño ha crecido, empieza a extender las alas para volar del nido, y toda la familia observamos, atentos, intentando adivinar qué rumbos tomará.
No niego que hemos tenido nuestros desencuentros. Recuerdo la vez que lanzó una de mis mascotas por la ventana. O cuando jugamos a La Bella Durmiente y al reinterpretar la pelea de Maléfica y el príncipe, Jaime olvidó los límites entre fantasía y realidad y me descalabró con un tubo de metal. O cuando frente a mi papá, le preguntó a mi noviecito de prepa que cómo le hacía para besarme, si yo estoy tan chiquita. Yo también he tenido mis detalles. Seguramente me odió el día que llegó con sus amigos a la casa y yo había convertido su cuarto en una guardería para mis muñecos. O cuando utilicé su manopla de baseball como cama de hospital para una lagartija herida. O las incontables veces que le llamo a las cuatro de la mañana para pedirle que me abra la puerta porque olvidé las llaves.
Pese a todo, nuestra relación es del amor. Y a pesar del pasado experimental que ha vivido Jaime (ha incursionado en una amplia gama de actividades aparentemente inconexas entre sí), jamás imaginamos que sucedería lo que está sucediendo. Sin más aviso, de un día para otro, anunció que estaba componiendo canciones. Le pedimos que nos mostrara su obra, emocionadas, y cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que los versos que sus labios pronunciaban eran, sin lugar a dudas, una canción de reguetón. No repetiré aquí la letra, mi sentido de decencia no me lo permite. Pero eran reguetón del bueno, vaya, en todo el sentido de la palabra. Inmediatamente volteé a ver a mi mamá, quien mordía el labio inferior, no sé si aguantándose la risa o las ganas de llorar.
Así es, señores. Después de todo lo que he despotricado en contra de este género y sus predicadores, hoy mi hermano forma parte de ellos. Toma chango tu banana. Y aunque a simple vista no tiene ningún rasgo ni accesorio en común con Wisin o Yandel (de nuevo graciasadios), encuentra en los versos reguetoneros su forma de expresión. Y, ante eso, sólo me queda adaptarme. Así que ahora acudo a sesiones virtuales de reguetón en las que me muestra sus videos favoritos y su interpretación de las letras.
Ni hablar… Jaime es una de mis personas favoritas en el mundo. Y si él puede respetar que a mí me gusta criar lagartijas heridas, yo puedo respetar que a él le guste hacerle al reguetón.

viernes, 23 de octubre de 2009

Noche de espantos

Le pueden llamar ángel, destino, suerte o consecuencia. No sé si la fuente sea divina, cósmica, aleatoria o individual, pero te manejo lo que es la buena fortuna. Incluso en los eventos desafortunados, ocurre algún suceso providencial, la cuestión se soluciona y yo salgo intacta.

El jueves viajé al DF para ir a una fiesta. Para variar, durante el trayecto se me vino a terminar la batería del celular, y no tenía el número de la casa en donde el jolgorio tendría lugar. Por supuesto que no me iba a angustiar por esas nimiedades, al fin que era una calle chica y estaba fácil dejarme guiar por la música…

Corte a: media hora después, mochila al hombro y celular apagado en manos, deambulando por una calle de mala muerte, pegando mis oídos a las puertas a ver si detrás de alguna descubría indicios de la celebración. Cuando ya las luces del taxi se habían perdido en el horizonte, y nada quedaba para iluminar el desolador panorama, me di cuenta de que mi plan era de lo menos sensato. ¿Pero ya qué me quedaba? La única opción era cargar mi celular en alguna casa pero si tocaba un timbre, y decían “quién”, ¿qué iba a contestar? Si narraba toda mi anécdota nadie me iba a dejar pasar. Evento desafortunado.

En eso, señal providencial, me topé con una puerta abierta y salió un muchachito a preguntar qué se me ofrecía. Le expliqué mi situación y pedí que pusiera a cargar mi teléfono. Se llevó mis artefactos, y unos minutos despúes volvió y me dijo “dice mi mamá que pases”. Con mi nulo instinto de supervivencia, entré al cuarto más extraño que he visto: atascado de objetos que hasta hoy no sé qué eran, y la pared cubierta de fotos, espadas y fragmentos de cuerpos de animales. “Siéntate”, me indicó. Lo obedecí, y durante eternos segundos nos quedamos así: él parado frente a mí, con los brazos cruzados, viéndome, y yo sentada, esquivando su mirada y tragando saliva endurecida. “Les gustan las fotos, ¿verdad?” atiné a decir con voz temblorosa. “Más bien los toros”, contestó.

El tipito me empezó a platicar de su familia de toreros, y me enseñó su colección de artículos periodistas que hablan de él. Ya tenía como tres. Jorge Rizo, se llama, es novato pero su familia tiene linaje en aquello de los toros. Cuando preguntó si me gustaban dije que no, pero evité confesar que en algún momento formé parte de una campaña para abolirlos. (Un rápido cálculo de fuerzas y la imagen de las espadas colgadas de la pared me sugirieron que aquél no era el mejor lugar para iniciar una discusión política de esa naturaleza).

Finalmente, llamé a mi amigo. “Estoy perdida, en casa de un torero, ¿tú qué haces?” Resulta que me había dado mal la calle y se ofreció a ir por mí. Me despedí de Jorge Rizo, le agradecí por una de las noches más surrealistas de mi vida, y le prometí seguir su carrera por Internet.

Si mis papás se enteran de esto, desaprobarán fuertemente la imprudencia y dirán que una mujercita sola en esas zonas y a esas horas es provocación directa a la mala fe de los maleantes. Tienen razón. Mi ángel/ suerte/ destino/ consecuencia de la buena fortuna quedó comprobado una vez más, pero eso no es razón para estar tentando a los demonios. No lo vuelvo a hacer.